sábado, 15 de marzo de 2014

La Esperanza

CATOLICO CONOCE TU IGLESIA, POR;HILARIOLARRY TORRES, "LA ESPERANZA" La esperanza es “la virtud sobrenatural con la que deseamos y esperamos la vida eterna que Dios ha prometido a los que le sirven” (1) o “la virtud teologal infundida por Dios en la voluntad por la cual confiamos con plena certeza alcanzar la vida eterna y los medios necesarios para llegar a ella, apoyados en el auxilio omnipotente de Dios”. (2) Sabemos que la tierra es un lugar de destierro para el alma humana, no es la patria definitiva. El dolor y el sufrimiento nos acompañarán siempre desde la cuna hasta la tumba, pero la esperanza cristiana nos recuerda que todos los sufrimientos de esta vida no son nada en comparación con la gloria que nos espera en la vida eterna. La virtud de la esperanza nos habla del premio eterno que dios nos otorgará por nuestros sacrificios que él tendrá contabilizados y nos prepara para aceptar la voluntad de Dios para con nosotros (aunque a veces esta realidad nos parezca incomprensible). No lo podemos entender por lo limitado de nuestro entendimiento y porque no alcanzamos a ver las cosas con la perspectiva que Dios las ve. Dios escribe derecho en renglones torcidos y siempre para sacar lo bueno de lo que nosotros juzgamos malo e injusto. Esta nostalgia de la recompensa en el cielo, es lo que nos debe mantener los ojos dirigidos hacia lo alto. Para animarnos a ser buenos, a ser mejores, en una palabra a ser virtuosos. La esperanza nos sostiene y nos alivia en las cruces y las mortificaciones, en momentos en donde nos parecerá que estamos cansados e imposibilitados de seguir, cuando sentimos que no tenemos más fuerzas. Ella fortalece la paciencia y la ilumina haciéndole ver que el dolor aceptado cristianamente tiene sentido y nos hace crecer espiritualmente desarrollando nuestra madurez. Dios también nos ha prometido el paraíso donde la justicia será satisfecha (si hemos sido víctimas de la mentira, de la calumnia, de la persecución) la Verdad restablecida (la mentira de las falsas doctrinas desenmascaradas, la falsedad de los gobiernos corruptos por ansias de poder, las falsas apariencias). Todo lo que es verdadero brillará de por sí y todo lo que es mentira caerá y se desenmascarará. La esperanza está dentro de un marco racional, coherente, donde lo que esperamos son simplemente los bienes que Dios nos tiene prometidos. No es un optimismo inconsciente y superficial. La esperanza es una virtud sobrenatural y será verdadera, firme y serena, si está fundada sobre la fe. Es por eso que el padre del hijo pródigo pudo resistir no sólo la partida de su hijo, sino que aguardó que “reflexionara” a la luz de la fe, se arrepintiera de su error y retornara a la casa del padre. Fue la esperanza de que Dios actuaría en su corazón que le permitió la fortaleza de aguardar durante el tiempo necesario y permanecer oteando el horizonte para divisar la vuelta de su hijo. Dios nos ha asegurado la felicidad eterna y el reencuentro con nuestros seres queridos. Agrego para aclararlo esta carta que santa Mónica inspiró a su hijo San Agustín desde el cielo para acercar un instrumento más de consuelo y esperanza ante la muerte de un ser querido con la perspectiva de la eternidad. Esta carta leída en un entierro trae mucha paz porque la esperanza cristiana del reencuentro es un bálsamo para el corazón y lo único capaz de aliviarlo en esos momentos límites: “Si tu me amas, no llores Si tu conocieses el misterio insondable del cielo donde me encuentro... Si tu pudieses ver y sentir lo que yo siento y veo en estos horizontes sin fin y en esta luz que todo lo alcanza y lo penetra, jamás llorarías por mí. Yo confronto en esta nueva vida las cosas del tiempo pasado y me resultan pequeñas e insignificantes. Conservo, todavía, mi gran cariño por ti y una ternura que jamás, en verdad, podré engrandecer. Amémonos tiernamente, como nos amábamos antes aunque todo antes era fugaz y limitado. Hoy vivo en la serena expectativa de tu llegada un día... a una hora... en que el señor quiera. Piensa en mí así: En tus luchas, no te olvides de pensar en esta maravillosa morada, donde ya no existe la muerte y donde, juntos, viviremos el amor más puro y más intenso junto a esta fuente inagotable de alegría y amor. Si realmente me amas, no llores más por mí. Yo, estoy en paz.” Este pilar espiritual que significa la virtud de la esperanza, por ejemplo, en el de reencontrar a los nuestros en el cielo lo expresa maravillosamente el teniente de navío Rafael Gustavo Molini ante su partida a la guerra de las Malvinas en 1982 en una conversación grabada que mantuvo con su madre. En ella relata su estado de ánimo, la fuerza espiritual que tenía y, de alguna manera la razón por la cual pudo comportarse como se comportó durante el combate: “Yo estaba en Buenos Aires, de pase en la escuela naval militar. Mi madre estaba en la ciudad de Punta Alta viviendo. Cuando yo llamé por teléfono para despedirme, la noche anterior de volar a Malvinas (las Malvinas se habían tomado hacía unos días), mi madre me despidió de una manera muy particular que no sólo me cambió la ida a las islas, sino que me cambió la actitud en el resto de mi vida. Mi padre se despidió de mí con mucha prudencia y me dijo que me cuidara; luego mi señora, también con mucha prudencia y me dijo que me quedara tranquilo, que siempre iba a cuidar de mis hijos. Al momento de atender a mi madre, yo estaba quebrado ya, y resulta que me encontré del otro lado del teléfono con una mujer eufórica. Yo no podía creer lo que estaba escuchando: ¡una mujer eufórica, orgullosa de que su hijo iba a defender la Patria en las Islas Malvinas! me decía que era el único representante de la familia que iba a poder combatir contra los ingleses. Oí algo así como: que le diera con todo en la guerra, que me jugara por entero, que realmente volviese o no volviese, en muy poquito íbamos a estar juntos de nuevo. Esto realmente me cambió. Era algo que yo ya sabía: de lo corto que es esta vida terrenal y, por supuesto, de la espera de la otra gran vida, la que todos esperamos, los católicos esperamos. Pero resulta que mi madre me lo resaltó tanto y tan bien en ese momento, que me di cuenta que realmente valía la pena ir y jugarse, porque si faltaba sabía que con mi madre y mis seres queridos me iba a encontrar en muy cortito tiempo. Así que, bueno, eso fue, yo creo, el golpe ¡más que apoyo fue un golpazo espiritual! Que me supo dar mi madre; y gracias a Dios yo lo interpreté bien y también lo supe transmitir a todos los que pude; a veces a algunos pares y a gente que, con poca base espiritual, realmente sufría muchísimo el conflicto, como es lógico. Así que ese fue el punto de vista, el más importante”. (3) A lo largo de nuestras vidas, y aún en lo cotidiano, la esperanza nos asistirá siempre. La esperanza humana, que se funda en la divina, es reflejo de ella. Hacemos los esfuerzos en esta tierra porque creemos y tenemos la esperanza de estar trabajando para la eternidad. Es por eso que aceptamos serenamente que unos trabajan y otros cosechan. De ahí que, cuando enseñemos la Verdad y el Bien, ya sea durante las horas de catecismo en una fría y tal vez hasta incómoda sala de parroquia, la esperanza nos sostendrá a hacerlo (aunque el que escuche ponga cara de nada) porque pensaremos que alguien recogerá los frutos y la cosecha de nuestra siembra. Esa misma persona que vemos bostezar delante de nosotros sabemos que en algún determinado momento de su vida tendrá que aferrarse a la esperanza cristiana como único sostén y tratar de darle vida a lo que le enseñamos. Lo mismo sucederá cuando formamos a través de aparentemente interminables años a nuestros hijos o a los jóvenes que nos rodean. Será la certeza de saber que estaremos transmitiendo lo bueno y verdadero y que lo necesitarán para vivir bien, o, si viven mal, para reencontrar el camino. La esperanza de que valga la pena y de que en algún momento la semilla fructificará y dará frutos será lo que nos animará a hacerlo. Ejemplo: un hijo descarriado, que no estudia, que vive en pecado mortal y no se casa, que ha dejado el trabajo y vagabundea etc. lo que nos mueve a seguir y no desfallecer es el amor a Dios y a las almas y estamos convencidos que extender su reino en las mentes y los corazones es lo mejor que podemos hacer por las personas y por ende por la sociedad. La Iglesia enseña que nuestra esperanza en la salvación de nuestra alma debe ser firme, porque Dios no retira su gracia ni aún a los pecadores más empedernidos, pero debe acompañarse con un santo temor de perderla (pero por culpa nuestra, porque no terminamos de aceptarlo, no de Dios). Es el pecador en ese caso y no Dios quien endurece su corazón. En simples palabras nadie pierde el cielo si no es por su culpa. Por parte de Dios, nuestra salvación es segura. Es solamente nuestra parte –nuestra cooperación con la gracia de Dios – lo que la hace incierta. Por eso decimos que la esperanza reside en la voluntad. Si por ejemplo, falleciera un ser querido aparentemente sin arrepentimiento, tampoco debemos desesperarnos. Nunca sabremos qué torrente de gracias ha podido derramar Dios sobre esa alma en su último momento de conciencia. Gracias tal vez obtenidas por oraciones que habremos rezado por esa persona durante nuestra vida o por oraciones de religiosas y religiosos anónimos quienes (enclaustrados o no) dedican sus vidas para rezar por la salvación de las almas. No debemos caer en la desesperanza aunque nuestras vidas aparentemente vayan mal, ya que aunque nuestros planes se tuerzan y nuestras ilusiones se frustren, Dios escribe derecho con renglones torcidos y muchas veces permitirá esos tropiezos para hacernos pensar en él. Dios conoce nuestras circunstancias, sabe mejor que nosotros lo que nos conviene y debemos mantenernos firmes no sólo en cumplir su voluntad sino en profundizar, en pensar, en confiar y en aceptar que sólo nos dará lo que nos ayude a nuestra santificación. De ahí el principio de educación y la importancia de ser educados en la aceptación de la contrariedad, el dolor y el sufrimiento desde la infancia porque el dolor nos va a “acompañar” (nos guste o no) toda la vida. Con dolor sabemos y constatamos que la esperanza no se le inculca a los jóvenes de hoy a quienes la revolución anticristiana les dice hasta el cansancio que la vida es para gozarla y comienza y termina aquí. Por lo tanto se los forma para rechazar toda mortificación, renuncia de sí y hasta del sufrimiento en todas sus manifestaciones desde la infancia, quitándoles toda visión sobrenatural y trascendente. Solamente para los cristianos el dolor tiene sentido, porque nos permite alcanzar la salvación. Es la moneda de cambio que se acumula para alcanzar la gloria. Inculcar desde niños que la vida tiene sentido aunque aparentemente no la “gocemos” o la “reventemos” (en un lenguaje moderno y vulgar) aquí abajo, como les vende la revolución anticristiana. Inculcarles que estamos de paso, que el premio está del otro lado. Para quienes se salven, la esperanza, por lógica, desaparecerá recién en el cielo, donde poseeremos la felicidad que esperábamos. Santo Tomás explica que a la esperanza se oponen dos vicios o pecados: Uno por defecto, la desesperación, que considera imposible la salvación eterna. El mayor ejemplo de la desesperanza lo tenemos en Judas, quien se ahorcó pensando que ya no habría salida para él. Pedro también había traicionado a Jesús, pero con la virtud de la esperanza en el perdón de Dios, lloró su pecado. La Tradición supone que seguramente recurrió a la Santísima Virgen, obteniendo así la posibilidad que Dios nos da a todos los hombres de recomponer nuestra amistad con él. No tienen esperanza los condenados en el infierno porque nada tienen para esperar, como tan bien lo sintetiza en “las cartas del diablo a su sobrino” el diablo viejo y experimentado a su inexperto sobrino, en la tarea de perder a las almas: “conseguir el alma del hombre y no darle nada a cambio: eso es lo que realmente alegra el corazón de nuestro padre... (Satanás)” (4) El otro es por exceso: la presunción que tiene dos facetas: la que considera la bienaventuranza eterna como accesible por las propias fuerzas (sin ayuda de la gracia de Dios) como les sucedió a quienes edificaban la Torre de Babel y a los estoicos (que sufrían y aguantaban el dolor sin contar con Dios como apoyo). La segunda es la que espera salvarse sin arrepentimiento de nuestros pecados u obtener la gloria sin mérito alguno de nuestras buenas obras como un activo para presentar el día del Juicio (como propuso Lutero). La presunción suele provenir de la vanagloria y de la soberbia.

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